Impresiones Cromáticas de Chapultepec”

(Ciudad de México, 1963-1964)

Dos momentos mágicos en los inicios de la fotografía.

Era un joven interesado en la fotografía desde los once años, cuando mis padres me regalaron una caja mágica, una cámara Kodak Brownie, que conservo hasta el día de hoy, a mis 88 años.

El segundo momento mágico —y también una cámara— llegó a mis manos a los 29 años, cuando Leica me otorgó el extravagante lujo de poseer una de las primeras cámaras LEICAFLEX que lanzaron ese año (1964). Su generosidad se dio a cambio de que yo presentara en Nueva York, durante una semana, mi audiovisual sobre el Bosque de Chapultepec.

Ese trabajo fue el primer audiovisual realizado en México, creado por mí a la edad madura de 28 años. Era una exploración de imágenes y sonidos en el Bosque de Chapultepec de la Ciudad de México. ¿Se puede dimensionar lo que significó semejante impulso en lo que luego se convertiría en un largo trayecto hacia mi carrera fotográfica? Digamos que la atención que recibieron mis imágenes fue increíble, pero convertirme en el orgulloso dueño de una cámara tan singular fue, por sí mismo, todo un viaje.

No sé de dónde ni cómo me surgió la idea de crear lo que sería el primer audiovisual hecho en México. Lo realicé fotografiando el Bosque de Chapultepec —el principal de la Ciudad de México— cada fin de semana durante un año. Pasaba horas allí tomando fotografías en diapositiva a color de 35 mm con película Agfa. Como el laboratorio de Agfa estaba cerca de mi casa, era una buena combinación: cada semana entregaba mis rollos para revelarlos. Todavía recuerdo con nerviosismo el tiempo de espera para descubrir qué había capturado: si resultaba como lo había imaginado o, como sucedía con frecuencia, me dejaba insatisfecho.

Este cuerpo de trabajo lo realicé mientras formaba parte del CFM (Club Fotográfico de México), que en aquel entonces contaba con unos 80 miembros. Fue mi primera oportunidad de explorar la fotografía más allá de mi trabajo solitario y aislado. Hay que recordar que en ese momento no existían publicaciones ni talleres disponibles para alguien como yo. Quería aprender más del medio, pero no había cómo. Mi mentor, por decirlo así, era el encargado de la limpieza en el cuarto oscuro, quien me pasaba las fórmulas químicas. En un ambiente competitivo, con tantos concursos mensuales, no era común compartir secretos con colegas que podían convertirse en rivales.

Permanecí en el Club Fotográfico unos cuatro o cinco años. Gané un buen número de premios y medallas, que aún conservo en algún rincón de mi archivo. Al principio resultaba estimulante, porque era una forma de recibir una recompensa por el esfuerzo de hacer fotografías. Pero hasta ahí: no había absolutamente ningún debate artístico de ningún tipo.

Tras tomar las imágenes, tuve que enfrentar la parte complicada: editar el material fotográfico y añadirle una banda sonora. Esto implicaba crear una pista de audio con mis discos de vinilo en casa, tarea que logré con mi grabadora de carrete abierto y tijeras (¡no se ría!). Recuerdo que era una grabadora SONY. El reto después era sincronizar el proyector de diapositivas con el sonido. Lo resolví construyendo un solenoide, una varilla metálica que actuaba como interruptor de circuito.

Ese pequeño tubo, cortado en dos y separado en su parte superior e inferior, permitía que, al cruzar la cinta, la superficie metálica cerrara el circuito del solenoide y esto activara el proyector, haciendo coincidir la proyección con una nueva diapositiva. Las marcas metálicas en la cinta se lograban pegando tiras de papel aluminio tomadas de las cajetillas de cigarro, cortadas al ancho de la cinta y colocadas exactamente en el punto en que debía cambiar la imagen.

Para lograr una transición de una imagen a otra, instalamos dos proyectores paralelos y colocamos entre ambos una hélice montada en un eje, que se activaba a mano y cubría el lente de un proyector mientras descubría el del otro. Había que estar muy atentos para no confundir la secuencia narrativa.

Montar todo este equipo —los dos proyectores de diapositivas, la grabadora, el amplificador, las bocinas, los cables— era un proceso largo y engorroso. Imagínese mi asombro 35 años después, cuando la era digital nos ofreció la posibilidad de reducir todo aquello a un solo CD-ROM que podía circular por el mundo entero.

Y eso fue precisamente lo que hice con la publicación de lo que se convertiría en el primer CD-ROM con sonido e imágenes de principio a fin. Ese trabajo seminal pasó a conocerse como “I Photograph to Remember” (Fotografío para recordar).

Pedro Meyer  2 de mayo de 2023