DESDE EL CENTRO

La perfección del desastre

Editado por Pedro Meyer

Cada vez que vemos una fotografía que parece contar una historia podríamos jurar que fotografía y cacería tienen algo en común, y que en el centro de todo fotógrafo vive un buen cazador. Pero hay fotógrafos que en lugar de cazar instantes prefieren coleccionarlos, examinarlos y crear con ellos sus propias paradojas temporales.

Quizá porque la búsqueda del instante decisivo ha dominado nuestra manera de entender la foto durante casi cien años, la mayoría de las fotos seleccionadas para los catálogos y exposiciones artísticas convencionales son aquellas que suelen contar una historia, como si se tratara de un relato de ficción. El culpable nació en Francia: influido por el bello libro de Eugen Herrigel, Zen en el arte del tiro con arco, Henri Cartier- Bresson dedicó su vida a retratar esa brizna de tiempo en que todo se vuelve transparente, y con ello fundó una de las rutas predominantes de la foto artística. Luego vinieron otros fotógrafos, que representaban con actores y una cuidada puesta en escena ese instante perfecto: el fotógrafo dejó de ser un cazador y se convirtió en un director teatral cada vez más ambicioso: uno que podía prescindir de la realidad convencional y armar sus propios collages de modo que mostraran una realidad imaginaria. Lejos de seguir la ruta del instante decisivo o la del cuento contado en una sola imagen, la obra reciente de Pedro Meyer pretende retratar varios momentos simultáneos, fusionarlos con una técnica invisible y crear una realidad alternativa.

Desde los inicios de la foto rebasar las convenciones ha sido una de las constantes: Hippolyte Bayard creó una de las primeras ficciones fotográficas al retratarse a sí mismo como si acabara de ahogarse, rodeado de objetos que provenían de un sueño o del interior de un estanque. No mucho después, los fotógrafos espiritistas aseguraban ser capaces de retratar el espíritu de los muertos junto al cuerpo de los vivos, cuando en realidad se limitaban a imprimir sobre el rostro de un ingenuo una imagen de rasgos fantasmagóricos, tomada previamente; y más adelante, los fotógrafos surrealistas exploraban los límites extremos de la foto con todos los recursos a su alcance. Como demuestra Clément Chèroux en Breve historia del error fotográfico y La fotografía vernácula, abundan los fotógrafos que se han saltado alegremente estos límites en la medida en que la técnica lo permite, y se proponen lograr todo tipo de efectos fantásticos, como aparecer en ambos extremos de un retrato de grupo, o multiplicarse varias veces en una misma toma gracias a un espejo u otro artilugio disfrazado.

Por otro lado, algunas de las fotos más emblemáticas de Jacques Henri Lartigue o Robert Capa se han producido no tanto gracias a que el creador dominaba la técnica, sino por un descubrimiento ocurrido por intervención del azar. Mientras registraba una carrera de autos, Lartigue movió la cámara en dirección opuesta al desplazamiento de los autos, y al imprimir el negativo se dio cuenta de que el automóvil que retrató parecía estirarse a lo largo, a causa de la intensa velocidad que desarrollaba el vehículo. A Robert Capa, que tomó centenares de fotos durante el desembarco en Normandía y vivió para contarlo, un técnico distraído le veló la mayoría de los rollos que acumuló durante casi seis horas esquivando las balas y los obuses alemanes. Las once imágenes que sobrevivieron parecen “ligeramente fuera de foco”, no tanto porque le temblaran las manos, sino porque se produjo un efecto de barrido a causa del revelado catastrófico. A Capa le pareció un desastre en su momento, pero esas once fotos han pasado a la posteridad como una de las imágenes más expresivas jamás logradas, una demostración de que es posible hacer que confluyan la necesidad de aprehender una realidad nunca antes vista y la creación de un nuevo estilo fotográfico. Por su parte, Autorretrato, la biografía de Man Ray, también está llena de este tipo de hallazgos, sea que el surrealista hable de la solarización, de los rayogramas o de los distintos efectos fotográficos que exploró en su laboratorio. Mientras retrataba a la excéntrica marquesa Luisa Casati con el último espacio disponible en su tira de contacto, por citar un ejemplo, Man Ray se vio obligado a usar un tiempo de exposición larguísimo debido a la falta de luz, pero casi al final del proceso la marquesa alzó el rostro y su imagen se registró con tres pares de ojos. Lejos de molestarse, al ver la primera impresión de esta imagen, la marquesa felicitó al joven surrealista por haber captado como nadie la verdad que nadie había logrado intuir sobre su alma.

En La perfección del desastre, Pedro Meyer también registra cómo se unen lo inesperado y la luz, pues el azar sigue siendo uno de los componentes secretos de sus fotos: como bien sabe Meyer, por mucho que uno controle la cámara o los programas que permiten manipular imágenes, nunca podrá anticiparse por completo a lo que hallará al salir a la calle, o a la manera en que la luz danzará sobre las personas y objetos.

Aunque todos subrayan el vanguardismo de Meyer en lo que respecta al uso de técnicas para manipular las imágenes, cabe recordar que antes de convertirse a la foto digital, Meyer registró con pasión analógica las últimas décadas de la vida en México y sus alrededores. Entre sus mejores trabajos están los famosos reportajes sobre la revolución sandinista, la vida consumista en los Estados Unidos de América y el terremoto del 85 en la capital del país. En cualquiera de sus etapas, más que practicar la fotografía como una cacería del instante, Meyer ha preferido explorar los recursos que ofrece la fotografía para manipular el tiempo, a fin de usarlos para la invención de ficciones, en las cuales, como asegura Fred Ritchin en Después de la fotografía, “la distancia puede ser ilusoria, algunas medidas son imposibles, el tiempo puede ir hacia atrás, las partículas pueden estar en dos lugares simultáneamente, y quizá la única certeza es la probabilidad”.

Durante más de cien años el común de los mortales ha creído que una foto es una imagen que se registra sin que intervenga la mano del hombre, como no sea para presionar un botón, y que mediante un aparato que inicia un proceso químico, el ser humano capta las maneras que tiene la luz de reflejarse sobre objetos, lugares y personas. A contracorriente de esta creencia, desde que se difundieron los primeros programas para manipular imágenes (y ya no se diga las primeras computadoras y cámaras digitales), Pedro Meyer ha creado una obra personal que se ha distinguido por su intención de ensanchar los límites de la fotografía convencional, tal como lo hizo en Verdades y ficciones o en Fotografío para recordar, donde exploró los límites entre la foto y el cine. Uno de sus mejores momentos, o instantes, ocurrió en Los Meyer, donde rompió de modo discreto pero incontestable las leyes del tiempo a fin de aparecer dos veces junto a su padre joven en una imagen cuidadosamente calculada: Pedro se muestra primero como un niño de dos o tres años, luego como un hombre de barba blanca, detrás de su hijo Julio, de apenas tres años. En esa foto, digna de un cuento de Borges, Meyer desvanece lo que esta imagen puede tener de inquietante con una sonrisa y parece preguntar al espectador si no es asombroso lo que puede lograr la fotografía.

Además de su capacidad para ir por delante de muchos jóvenes en cuanto se refiere al descubrimiento y a la experimentación de los nuevos adelantos tecnológicos en fotografía, la vasta obra de Meyer sobresale por su apasionada denuncia del caos en esta u otras ciudades. Quien visite Zone Zero encontrará que el artista ha viajado con furor fotográfico y muestra de ello son las decenas de imágenes que ha compartido para mostrar su visión de la India, China, Nueva York o Las Vegas. Pero estos viajes fueron sólo un entrenamiento para enfrentarse al centro histórico de la ciudad de México. En La perfección del desastre, Meyer registra el río de la humanidad y la espesa trama de la sobrevivencia cotidiana en la urbe de los senderos que se bifurcan. Según este ambicioso informe sobre los mexicanos, la especie humana consume toneladas de comida chatarra y versiones piratas de programas de computación, discos o películas, y demuestra su amor por otra persona sin soltar su teléfono celular, a fin de publicar los pormenores en su red social predilecta. En este descarnado reporte de las sombras, decenas de militares armados esperan, agazapados, para pasar a la acción, y los distintos rostros del comercio buscan arrebatar hasta el último centavo a los más necesitados. Por ello, para algunas de estas víctimas en potencia, la única manera de lidiar con la ciudad de México consiste en salir disfrazado de Batman o de personaje de Toy Story -aunque el disfraz resulte una copia barata hecha en Taiwán y sea dos tallas más chico. Si los ídolos prehispánicos aparecen aquí es por casualidad, en las desgastadas cabezas de unicel que se encuentran al visitar un tenebroso mercado. Más presente está el baile sin fin de la pobreza, el viaje eterno de los que migran dentro de su propia ciudad para ir al trabajo, la extrema miseria que encuentra cómo sobreponerse a los desafíos.

Como demuestra este informe sobre el desastre, Pedro Meyer podría ser un voraz novelista. Si se animara a dar el paso, estoy seguro que no defendería la prosa que se consigue al primer intento, sino aquella que surge de reescribir hasta lograr el efecto deseado, luego de revisar y estudiar todos los borradores; sus relatos no tendrían menos de trescientas páginas ni de veinte personajes y contarían al menos con dos grupos de seres que competirían entre sí por el todo o nada en un escenario peculiar. Esas novelas estarían animadas frase tras frase por una idea extraña, gracias a la cual todo lo que ocurriese nos parecería extraño o remoto, pero en todo caso alejado de lo que entendemos por la luz y la realidad convencional. Al igual que en su famoso reportaje fotográfico sobre el sindicato petrolero mexicano, o en aquel otro sobre la campaña de un candidato a la presidencia de México, en esta nueva visita a la ciudad de México Meyer demuestra que todos alojamos una multitud en el interior de nuestra persona, pero el informe que consigna esto ya no pretende estremecernos con esta revelación, sino darla por hecho, y presentar testimonios de una inusual nitidez, verdaderos alephs de formato rectangular, hechos para desbordar la página y la idea que tenemos de la fotografía, al tiempo que nos preguntan a cada paso si esto es cuento o novela, si se trata del presente de la ciudad de México o un futuro paralelo de la imagen digital, si son creaciones que cuestionan cómo se mueve la luz sobre las personas o como las personas aspiran a la luz o a las sombras. Porque desborda los límites que había alcanzado su propio creador, La perfección del desastre es una de las series más cuidadas y ambiciosas que Pedro Meyer ha logrado hasta ahora. Con su peculiar manera de alejarse de las ideas dominantes en torno a la fotografía, y de sentarse en una ruta alterna para observar mejor a los habitantes de la luz y las sombras, esta serie nos recuerda que una de las obligaciones del fotógrafo consiste en hacernos ver el mundo como nunca antes lo hemos visto, y que cada vez que uno toma la cámara está invitado a cuestionar su propia idea de la foto y del arte.

Martín Solares, Ciudad de México, 2014